Llegó la noche, y con ella el punto señalado para la venida del gran Sancho Panza, gobernalle de la ínsula Barataria; y aunque Don Quijote sintió su ausencia, todavía se consolaba con pensar que Sancho le haría relación de su gobierno, según la instrucción que le había dado; y así, con esta esperanza, se acostó, y durmió con el cuidado que la melancolía de la partida de su escudero le dejaba.
Última etapa de este viaje quijotesco, donde hemos visto más gigantes que molinos, hemos comido más salpicón que quebrantos y hemos pasado más frío que un esportón de gatos chicos. Nuestros rocinantes se han portado como se les ha exigido, y quijotes, sanchos y dulcineas han cumplido todas las expectativas previstas.
Hoy, por lo que sea queríamos torrijas, y nos hemos llevado todo el día de pueblo en pueblo buscándolas. El primer pueblo, demasiado pequeño, en el segundo Puerto Lápice, todo cerrado y por fin en Herencia donde volvimos a encontrar procesiones de Viernes Santo ya conseguimos encontrarlas, además a una hora perfecta para saborearlas después de unos 30 kilómetros.
Después del descanso y la degustación de torrijas volvimos al camino ya en dirección a nuestro última parada.
Mira que nos avisaron el primer día de que pasado Herencia había un puente que no estaba… pues nada, de cabeza fuimos al puente. Confirmamos que efectivamente no estaba y nos tuvimos que dar la vuelta para salvar el Río Gigüela, pero con una vuelta de más de 8 kilómetros. No quisimos terminar el viaje por la carretera, así que volvimos a buscar el track justo al otro lado del río.
Estábamos ya aprovechando lo poquito que quedaba de viaje, así que no importaba alargarlo todo lo posible y hacer un poco el tonto por el camino. Íbamos bien de tiempo y lo único que nos quedaba era buscar un sitio para comer en Alcázar antes de volver a casa.
Ruta fácil y cómoda, sin demasiadas complicaciones orográficas y salvo por el frío que nos ha hecho algunos días, ha salido todo perfecto. Y lo mejor es que ha sabido a poco.