Quedamos para desayunar a la misma hora que los portugueses para no molestar a Nati mucho tiempo, así que a las 7:30 ya estamos preparados. Lo de salir ya es otro cantar, pero esta vez hemos salido un poco antes que otros días.
Nos quedan por delante, como aperitivo 30 kilómetros de subida suave y constante hasta Fasgar, atravesando unos cuantos pueblos sin apenas servicios, metidos en la montaña y atravesados únicamente por una pequeña carretera. Viendo que los caminos son buenos y la subida no es excesiva, lo hacemos todo por camino siguiendo las flechas amarillas.
Sólo paramos para comernos las pocas cosas que nos sobraron de anoche y que llevábamos en las alforjas, y en Posada de Omaña para hincharnos de peras que a nuestro paso caían de un repleto árbol. Allí mismo nos las comimos y algunas que nos llevamos en las alforjas.
Hasta Fasgar no hubo problema, según lo previsto, y paramos a comer un poco antes de afrontar la dura subida que nos espera hacia el Campo de Santiago. Unos cuatro kilómetros con una pendiente media del 10% y con rampas en algunas ocasiones imposibles de mantener sobre la bici por que el terreno estaba muy roto y con piedra suelta.
Sólo pudimos hacer montados la primera y la última parte de la subida, aproximadamente la mitad del recorrido. Hemos tocado techo de la ruta, superando los 1630 metros de altitud.
Arriba, se nos apareció una inmensa pradera rodeada de montes por los cuatro costados, con una ermita y lo que parecía al fondo un refugio de montaña, unas vacas y algún caballo. Descansamos un poco antes de la bajada, que se antojaba ya el final del esfuerzo de hoy. Qué ilusos somos. La bajada fue peor que la subida: al principio fácil, luego divertida, un poco más allá peligrosa, y finalmente se convirtió en imposible.
Yo no había visto tanta piedra junta en mi vida: zonas de canchales que inundaban el camino, piedra suelta, bajadas y subidas imposibles. Tuvimos que bajar en varias zonas a por las bicis de una en una entre los dos, porque no había forma de subirlas uno sólo.
Uno pierde la noción del tiempo y del cansancio en esas circunstancias, pero estábamos ya al límite de nuestras fuerzas y bajábamos una zona rocosa y venía otra, y otra, y otra más.
Cuando veíamos un puentecito de madera, tan bonito y bien construido pensábamos, pobres de nosotros que ya acababa todo, pero no, seguía todo igual: las mismas piedras, las mismas bajadas y la misma pendiente.
Bonito es, para qué vamos a engañarnos, pero ciclable no, desde luego. Es una trampa para ratones que tendría que advertirse en la entrada, porque nos llevamos cinco horas para recorrer 10 kilómetros. Eso queda pendiente para las asociaciones del Camino, para que al menos los ciclistas se puedan pensar si hacer esta locura.
Al final, a eso de las 6 de la tarde llegamos a Colinas del Campo de Martín Moro Toledano (se llama así) y cinco minutos después llegaba Javier, otro ciclista que se alegraba de ver que no era el único loco que había hecho esa salvajada.
Tras un rato de charla seguimos camino los tres hacia Igueña, donde hay un albergue que es la única opción que tenemos. Y aquí cenamos los tres y compartimos una agradable charla.